La vida pasa en un suspiro; «fugit irreparabile tempus», dijo Virgilio y no fue el primero en darse cuenta de ello, que el género humano lleva dándole vueltas al asunto desde el pleistoceno hasta la fecha.
Vivimos urgidos por el cronómetro, pasmados ante los cambios que introduce el correr de los años en nuestro entorno y nos hacemos cruces de lo rápido que pasa el tiempo.
«¡Como pasa el tiempo!», decimos, y es un argumento que manejamos con soltura, cuando actuamos de forma colectiva, a nivel de tribu; pero ¿tenemos la misma percepción como individuos?
Andamos listos a la hora de certificar las arrugas del vecino; nos espanta la diligencia con que progresa la calvicie del amigo y lo mal que le sienta a los demás cumplir años, pero ¿somos capaces de aplicarnos idéntico tratamiento? ¿Nuestros espejos reflejan una óptica similar?
«¡Cómo pasa el tiempo!», sí, uno de nuestros mantras de cabecera, esos que utilizamos a diario cuando no tenemos nada más inteligente que decir; como cuando queremos romper ese incómodo silencio que se adueña del ascensor y tiramos de parte meteorológico, concluyendo que si llueve, truena o hace sol, se debe a que “¡es lo que toca!”, sin que nos importe un pimiento la vida que lleve el anticiclón de las Azores o que a la vecina le hayan regalado una operación de vesícula en su cincuenta cumpleaños. Si a eso le unimos el insustituible «¡no somos nada!», estaremos ante el trío de salvavidas social, que nos permite salir dignamente de algún que otro naufragio comunicativo
«Parece que fue ayer, era un cañamón, cabía en la palma de la mano y míralo ahora, ¡cómo pasa el tiempo!», decimos para significar lo que ha crecido el sobrino de Canarias, ese al que no vemos más que de higos a brevas. Y es cierto que nos espanta el estirón que ha dado, el alargamiento de sus facciones, la voz mutante a contratenor resfriado y esa incipiente pelusilla que comienza a sombrearle el belfo.
Reconocemos en chaval los descartes del calendario, pero ¿tenemos conciencia del paso del tiempo en nosotros mismos?
Algo sí, pero muy poco, porque nuestro espejo es como el de la madrastra de Blancanieves, un cuentista, mentiroso compulsivo y tremendamente pelotillero, que incapaz de poner el acento en esa arruga que va saliendo poco a poco, deja que nos acostumbremos a ella lentamente, de forma natural, como quien no quiere la cosa.
Y así, mirando para otro lado, sin pararnos en los pequeños matices, haciéndonos los suecos, en definitiva, siempre nos vemos estupendos de la muerte y tremendamente «cool».
Otra cosa son los estragos que la edad provoca en el prójimo.
«¡Cuanto ha perdido Fulano, quién lo ha visto y quién lo ve, pobre, qué viejo está!», pensamos del amigo que no vemos desde hace tiempo —mientras nos palmeamos violenta y efusivamente la espalda, como osos en celo compitiendo por el territorio—, sin ser conscientes en absoluto de que Fulano está pensando, punto por punto y coma por coma, exactamente lo mismo de nosotros. ¿Tan ciegos estamos?
Pero tampoco se puede decir que seamos por completo insensibles a nuestro propio deterioro.
Es cierto, ya no vemos en el espejo al joven que fue, sería ridículo empecinarse en ello. Nos fatigamos un poco al subir las escaleras y cuesta mucho más recuperar la normalidad biológica cuando abusamos de la comida o del alcohol, sin hablar del sexo, que hace tiempo dejó de ser una prioridad.
Todo esto es así, pero tampoco hay que exagerar: «son cosas que pasan, ya no tenemos veinte años, está claro; sin embargo todavía nos queda un recorrido curioso hasta llegar a viejos», nos animamos entre resignados y auto satisfechos. Asunto terminado, esto no es lo que era, pero oye, aún queda cuerda para rato. ¡Vaya que sí!
Así pasamos los días, los meses y los años, constatando como se ensaña el tiempo con los demás, hasta que de repente, sin venir a cuento, un señor mayor —al menos eso nos parece—, enfundado en una bata blanca de cuyo bolsillo asoma un perturbador estetoscopio, nos suelta a bocajarro aquello de: «señor Mengano, su corazón está perfectamente, el electro ha salido redondo, está usted como un clavel reventón y ha pasado la ITV de maravilla… para la edad que tiene».
Eso es lo que te hace caer del guindo y te pone en tu sitio, cronológicamente hablando; esa demoledora observación: «…para la edad que tiene». ¿De vedad era necesaria?
Porque de pronto te das cuenta lo rápido que ha pasado el tiempo. Hace cinco minutos eras un madurito al que la vejez aún le quedaba muy lejos y ahora ya eres un tipo, que está muy bien para la edad que tiene. Has pasado de escala, la juventud queda lejos. Oficialmente ya eres un señor mayor. Menuda faena.
Ahora todos tus achaques y dolores toman su verdadera dimensión y lo que hasta hoy eran pequeñas molestias articulares, se convierte en un principio de artrosis; te pones de los nervios si te pica un poco la garganta, porque el simple catarro sin importancia de antaño, ahora amenaza con derivar en neumonía y como eres un viejo del siglo XXI, que se maneja muy bien con las nuevas tecnologías, te zambulles en Internet buscando pesebres en los que alimentar tu hipocondría, en detrimento de aquella sana vocación, que antes tenías, por esas páginas tan entretenidas, de contenido sugerente.
Valoras de manera muy positiva a los que te tutean y te alegras de no tener que viajar a menudo en autobús, donde existe el riesgo de que algún desaprensivo se empeñe en cederte el asiento «porque esto se mueve barbaridad, no vaya usted a caerse, que a ciertas edades las roturas de los huesos curan fatal». ¡Será asqueroso el tío!
Desarrollas una macabra afición por los esquelas, es lo primero que miras cuando abres el periódico, tanto para ver si ya ha comenzado el desfile de tu quinta, como para sacar la media de edad de los finados, que registras en una hoja de cálculo, para valorar hasta qué punto son fiables, y se cumplen, las estadísticas de esperanza de vida en este país.
Luego, siempre alguien te habla de la crisis de los sesenta, esa que según algunos te atrapa cuando los hijos se independizan, dejas el trabajo activo, te jubilas, tu segmento de edad deja de ser atractivo para las encuestas comerciales y tienes derecho a la Tarjeta Dorada de RENFE.
Un síndrome pasajero, dicen, que debes superar haciendo reajustes en tu vida, buscando nuevos referentes y distintas posibilidades; que tarde o temprano pasará la nube, despejará y verás las cosas de otra manera, con más naturalidad. En fin, que es lo que toca.
Apuntarse a clases de yoga, viajar con el IMSERSO y sacarse un máster en malcriar nietos, una disciplina que todo abuelo que se precie está obligado a manejar con soltura.
Y así, una vez interiorizado que no somos nada, resignados, iremos barbeando tablas en busca de la querencia y aquí paz y después gloria o ¡qué sé yo!
Eso o contar los años a la francesa y en vez de setenta cumplir soixante-dix, dándole un brochazo de cosmético al problema, aunque no tengo yo muy claro que el malabarismo sirva de mucho, a fin de cuentas y lo digas como lo digas, le temps passe vite y eso no hay cristiano, ni gabacho, que lo pueda remediar.
Así son las cosas.
Buen baño de realidad me acabas de dar…jajaja. Yo sabía que lo tenía claro, pero ésto ya es transparente. Muy bueno.