Se humedece los labios con la punta de lengua. Le gusta la imagen que le devuelve el espejo del salón. Ayer pasó por la peluquería y se ve atractiva con esa media melena que le han dejado; estaba ya un poco harta de llevarlo largo. Le da un aspecto más juvenil. Esta mañana, en la oficina, todos se dieron cuenta del cambio; el que más la elogió fue Alfredo, como siempre. No para de tirarle los trastos, y mira que pasa de él, es un plasta, pero el tío no afloja. «Claro que es igual de calentorro con todas» —piensa mientras se pasa la mano por el vientre, como para constatar que lo sigue teniendo duro y firme como cuando era más joven.
En la tele ponen algo sin sustancia, aburrido. Los chicos han salido de marcha, llegarán tarde; mañana es sábado, no hay que trabajar y la noche trae algo en la brisa que le pone mariposillas en el estómago.
—Mi amor, hace mucho que no salimos por ahí, tú y yo, solos, a cenar, tomar una copas, un bailecito. Los chicos ya son grandes, se apañan, mi vida, y me apetece tanto.
Él, sentado en el otro extremo del sofá, con las gafas cabalgándole la punta de la nariz, absorto en el laberinto del crucigrama, apenas levanta la vista para preguntar:
—Tres vertical, cuatro letras: Según Aristóteles, es la realidad propia del ser y su principio.
Luego cierra los ojos fuertemente, como si eso le facilitase encontrar la respuesta.
—Cariño, ¿qué me dices? —insiste ella—. Así me verás puesto el vestido azul de tirantes que compré la semana pasada en las rebajas; hace calor y es fresquito; me queda divino, ya verás. En la oficina les ha gustado un montón. No veas el pesado de Alfredo, la de piropos que me echó.
Con una palmada en la frente, él escenifica el momento de la revelación.
—«Acto». El tres vertical es «acto». Joder, Marisa, no veas lo complicados que son estos crucigramas filosóficos. ¿Decías algo reina?
Ella se levanta del sofá. Vuelve a mirarse en el espejo. Se sopesa los pechos con las manos y sonríe satisfecha. Vale que no los tiene muy grandes, pero están en su sitio, todavía mantienen la verticalidad sin necesidad de andamiajes.
—¡Anda, mi vida, no seas soso! Vamos a disfrutar un poco. ¿Sabes? Hoy me siento traviesa. Quiero ser un poco malota. ¡Anímate, hombre!
Suena el tono de mensajes del móvil; le acaba de entrar un Whatsapp, es de Aurora, una compañera de trabajo:
«Isa, guapetona, ¿tienes plan con tu muermo? Hemos quedado a cenar unos cuantos de la ofi en La Basílica: Berta, Lucía, Tamara, Alfredo. ¿Te apuntas?».
«Uff, no sé, Alfredo es muy plasta, si no fuera por eso…»
«Pues, hija, lo primero que ha hecho es preguntar si venías»
—Manolo, cariño, ¿qué dices, te animas, salimos un rato? Di que sí, anda, hazle ese favor a tu mujercita, que hoy está mimosa.
Él se rasca la cabeza con el caperuzón del bolígrafo.
—Cuatro vertical: Doctrina, defendida por Demócrito de Abdera, que afirma que la realidad se compone de átomos.
Marisa lanza un bufido, da una patadita en el suelo y se encamina al dormitorio.
—Mientras lo piensas voy a cambiarme; hijo, tú verás.
El vestido azul de tirantes le queda perfecto. La tela es muy fina y se le acopla como un guante a la figura, resaltando las caderas; además, sus pechos libres de ataduras lucen sugerentes. Se vuelve a contemplar, esta vez en el espejo del armario, y sonríe satisfecha. Coge el móvil y teclea:
«¿A qué hora habéis quedado? No te lo aseguro, pero lo mismo me paso a dar una vuelta por ahí».
«¡Venga, anímate! No nos falles».
Vuelve al salón.
—Manolo, mírame. No me digas que me queda mal este vestido. Anda, mi amor. Te advierto que si no te decides me voy a cenar con las chicas; Aurora me ha chateado y yo hoy me divierto, sí o sí.
Sin levantar los ojos de la revista de pasatiempos, él contesta con un encogimiento de hombros.
—Uno vertical: «Lo que es», independientemente de la clasificación que adoptemos o del tipo de ser que consideremos.
Marisa, molesta, siente que la sangre se le sube a la cabeza. Su marido es idiota, no se la merece, está furiosa. Conoce la respuesta, «ente», y se la va a soltar en plena cara, para que vea que, además de estupenda y con un cuerpazo, tiene una mujer inteligente.
—¡Alfredo! —le sale sin saber muy bien a cuento de qué.
Él, por primera vez en toda la noche, parece salir de su letargo existencial; da un respingo, la mira con ojos de sorpresa, desmesuradamente abiertos, y no ve ante sí a su mujer, sino a una hembra.
»¿Zasca? —susurra ella llevándose un dedo a los labios y rehuyendo la mirada, como si hubiera sido pillada en un renuncio—. Me voy a cenar con los de la ofi, cariño, no me esperes levantado…, seguramente llegaré tarde.