Queda uno, mi amor. Cuarenta y cinco, ¿recuerdas? Terminaste exhausta, demasiados globos para inflarlos a puro pulmón. Pero tú eras así, generosa, divertida, imprescindible. Te entusiasmaba todo lo que hacíamos juntos, gozabas con nuestras cosas como una niña; mi maravillosa y querida niña grande.
«No todos los días cumple uno, cuarenta y cinco años, mi cielo», reafirmaste tu decisión irrevocable de hacer una fiesta por todo lo alto; lo mismo que cuando fueron cuarenta y cuatro, cuarenta y tres, cuarenta y dos…, siempre conseguías levantar mi ánimo y hacer que me sintiera bien, a pesar de que no había nada más deprimente para mí que constatar el paso del tiempo.
«Ahora vas a ser un chico bueno —bromeaste mientras me acercabas un vaso de güisqui—, porque he de salir un momento: es una sorpresa, no harás preguntas, esperarás, pacientemente y no se te ocurrirá acercarte a la tarta hasta que yo regrese.
—¿Vas a coger el coche? No quiero sorpresas, cariño, el mejor regalo que me puedes dar eres tú. Quédate conmigo. Soy un viejo desvalido, necesito atención profesional —te seguí el juego, divertido.
—¡Qué tontito eres! —sellaste mis labios con un beso, tintinearon las llaves del auto en tus manos y la puerta de casa se cerró tras de ti. Ya nada volvió a ser lo mismo.
El tipo iba borracho, hasta arriba de pastillas y le habían retirado el carné, pasaría una buena temporada en la cárcel, afirmó aquel policía, seguramente con buena intención, como si lo que pudiera ocurrirle al mundo tuviera ya alguna importancia. De eso hace poco más de cuarenta y cinco días.
Tras el funeral no quise ver a nadie, me encerré en casa, en este salón, rodeado de guirnaldas, farolillos de colores y globos llenos de ti. Uno a uno los he ido desinflando, absorbiendo tu aliento, bebiéndome tu esencia, el más preciado regalo de cumpleaños que pudiste hacerme. Ya sólo queda uno, vida mía. Pronto lo habré disfrutado. Luego, el dulce consuelo de la muerte.