Lo mío con doña Concha, no sé cómo llamarlo. No era gerontofilia, porque la señora, si bien estaba en edad de ser mi madre, no era tan mayor como para considerarla una anciana, al menos en mis primeros años, esos de la pubertad, cuando las hormonas se amotinan, pasan por la quilla al capitán y toman el control del barco. Constituía, ciertamente, un suplicio, cada vez que me mandaban a la carnicería de con Cosme, donde ella era la reina de espadas, fileteando pechugas de pollo, solomillos de ternera o criadillas de cordero para envasarlas al vacío. Verla y ponerme febril era todo uno; allí, encaramada en su peana, como una diosa, con todo aquel despiece animal a su alrededor, tan vital, frescachona y desenvuelta. No podía evitar la erección.
Nunca lo supo, ella ni, por supuesto, su marido, ¡qué vergüenza!, un mocoso como yo, sin media bofetada, porque don Cosme se gastaba unas espaldas formidables, hechas a cargar los corderos de tres en tres, y tenía unas manazas como palas de tahona, que de haber sido cura en lugar de carnicero, con una hostia habría sacramentado a todo el barrio.
El sufrimiento era solo mío y tuve mucho cuidado de que nadie, ni mis amigos más íntimos, tuvieran siquiera la sospecha de mi cruel suplicio.
Lo mío con doña Concha, no sé cómo llamarlo. No era gerontología, porque la señora, si bien estaba en edad de ser mi madre, no era tan mayor como para considerarla una anciana, al menos en mis primeros años, esos de la pubertad, cuando las hormonas se amotinan, pasan por la quilla al capitán y toman el control del barco. Constituía, ciertamente, un suplicio, cada vez que me mandaban a la carnicería de con Cosme, donde ella era la reina de espadas, fileteando pechugas de pollo, solomillos de ternera o criadillas de cordero para envasarlas al vacío. Verla y ponerme febril era todo uno; allí, encaramada en su peana, como una diosa, con todo aquel despiece animal a su alrededor, tan vital, frescachona y desenvuelta. No podía evitar la erección.
Nunca lo supo, ella ni, por supuesto, su marido, ¡qué vergüenza!, un mocoso como yo, sin media bofetada, porque don Cosme se gastaba unas espaldas formidables, hechas a cargar los corderos de tres en tres y tenía unas manazas como palas de tahona, que de haber sido cura en lugar de carnicero, con una hostia habría sacramentado a todo el barrio. El sufrimiento era solo mío y tuve mucho cuidado de que nadie, ni mis amigos más íntimos, tuvieran siquiera la sospecha de mi cruel suplicio. Pronto comprobé que mi libido solo se activaba en presencia de doña Concha, igual que le ocurría a Manolo, protagonista de cierta película muy galardonada, Belle Époque, incapaz de conculcar el vínculo matrimonial, porque únicamente podía excitarse sexualmente con su señora, y eso está bien para la ficción, pero en la vida real, créame usted, es una putada.
Fueron pasando los años, don Cosme y doña Concha se hicieron viejos, traspasaron la carnicería y dejó de vérseles por el barrio, solo me quedó de ella el recuerdo en blanco y negro de una fotografía grupal, tomada por alguien dentro de la tienda, en la que aparecía junto a varias parroquianas, entre ellas mi madre; espléndida en su uniforme de faena, con su delantal blanco, gorro charcutero y una hachuela amenazadora, que blandía en su mano derecha como una valquiria a punto de regresar al Valhalla. Pero el alejamiento y la distancia no fueron medicina eficaz para corregir mi problema de impotencia selectiva; ni médicos, siquiatras, curanderos, fármacos milagrosos, novias solícitas o profesionales del amor mercenario, fueron capaces de dar con la tecla que pusiera orden a este cortocircuito emocional que sufro.
Sagrario, una muchacha de Ciudad Real, catequista, buena cristiana y temerosa de Dios, fue la primera que lo intentó por la vía de la fe. Yo tuve mis dudas desde el principio, porque teniendo el problema que tengo, ponte tú a la faena con los calzoncillos tobilleros puestos, dejando la gatera como única vía de escape para el pajarillo, tumbado en la cama, posición decúbito supino, con Sagrario a tu lado, vestida con el hábito carmelita, eso sí, tuneado con trampilla copulativa, ambos cogidos de la mano y entonando a duo el «yo pecador», a modo de calentamiento. Un desastre.
Lo dejamos, mejor dicho, me dejó, a la vuelta de un retiro espiritual que hizo en los dominicos de Alcobendas. No me digas qué le metieron los jodidos curas en la cabeza, pero vino tratándome de pervertido, maníaco sexual y onanista compulsivo, que no había por dónde cogerme. Puñeteros dominicos, no son nadie cargándole mochuelos aberrantes al prójimo; menuda fama les pusieron entre estos y Felipe «El Hermoso», al alimón, a los pobres templarios en el XIV.
Luego vino Merceditas; un visto y no visto, porque en cuanto se percató del sainete, echó mano de un conocido que hizo en el gimnasio, un cachas de exposición, por lo que me contaron, y me dejó a la francesa, sin despedirse siquiera. ¡Qué mal, oye!
Pero Lourdes es otra cosa, mira tú. Vale que es más gótica que la catedral de Burgos y así, a primera vista, como que da cosa; sin embargo, es quien mejor ha entendido mi problema y, como al descuido, sin querer, dio con la solución. La moza se pirra por los cementerios; los domingos, en vez de ir de excursión a Navacerrada, pasear en barca por el estanque del El Retiro o ir por Serrano de escaparates, ella me lleva de cementerios: San Isidro, La Almudena, el Británico, el de San Justo. Precisamente, paseando por entre las tumbas de este recoleto camposanto de Carabanchel, encontramos solución a mi dificultad; allí, la tercera por la derecha, en la segunda fila de una manzana de nichos, emergiendo de entre un macizo de polvorientas flores de plástico, sonriente, provocativa y evocadora, me miraba doña Concha, desde la frialdad cerámica de su fotografía funeraria.
El efecto fue instantáneo. Una magnífica erección se hizo patente bajo mis pantalones, algo que no pasó desapercibido para mi gótica media naranja, que poniendo unos ojos como platos de talaveranos, me agarró por el brazo y tiró de mí, buscando la complicidad de un parapeto de arbustos cercano, donde pudimos amarnos sin complejos, bajo la risueña y aprobadora mirada de mi carnicera.
Y así se escriben las historias. Casi todos los días, al caer la tarde, nos damos una vueltecita por el cementerio de San Justo: mi Lourdes, gótica ella donde las haya, ve una caja de muerto y se le ponen punzonas las mamellas, como pitones de vitorino, y de mí ya conocéis la querencia, de manera que con este cóctel de parafilias somos felices; al menos por el momento, que es verano y hace calorcito, ya veremos cuando empiece a refrescar. Pero mi chica, que es una caja de sorpresas, me está preparando un tapa huevos de ganchillo, para cuando arrecie el frío. Ya verás cómo nos apañamos. Seguro