Cinco excitantes años buscando las puertas del multiverso, en el Laboratorio Nacional de Oak Ridge de Tenesee, es tiempo más que suficiente para plantearse un período sabático alejado de la teoría de cuerdas, las perturbaciones gravitacionales, los agujeros de gusano y las alteraciones del continuo espacio-tiempo que los provocan.
Así que tras meditarlo durante un tiempo, llegué a la conclusión de que la vida útil de los neutrones y la atractiva teoría de la materia espejo, serían capaces de vivir sin mí por una larga temporada.
Leah Broussard, mi jefa todopoderosa, estuvo de acuerdo, me dio su bendición, un abrazo de despedida y un permiso remunerado de trescientos sesenta y cinco días; luego, la Regency Travel Inc de Memphis me tramitó el alquiler de una casita de dos plantas, sencilla, encalada, las puertas y ventanas pintadas de verde, terraza y un pequeño jardín, en «La Quemadilla», un viejo barrio con querencia marinera, perfumado por la brisa del océano Atlántico que baña las playas de Orzola, en la isla de Lanzarote, y en el apartamento de Memphis, junto con mis neuras, se quedaron la mayoría de mis pertenencias.
Hice una maleta con lo mínimo –ya compraría allí lo que pudiera necesitar–: algunos libros, mi portátil, los cascos de audio y una Nikon D3500 réflex digital, cuya entrega programé con Ámazon, para cuando estuviera instalado en la isla, serían todo mi patrimonio en los próximos meses.
Dieciséis horas y quince minutos, con escalas en Atlanta y Madrid, me costó llegar al aeropuerto César Manrique. Una breve negociación para alquilar un Volkswagen Golf y cuarenta minutos por la LZ-1, me dejaron definitivamente a las puertas de lo que iba a ser mi casa durante un año completo.
Estaba molido, pero ilusionado y, por qué no decirlo, comenzaba a sentirme feliz. Orzola no está ubicada en la zona más turística de Lanzarote y sus costumbres son las de cualquier población normal, sin los agobios y aglomeraciones que se sufren más al sur, en Costa Papagayo, Playa Flamingo o Las Coloradas; así que era el lugar perfecto para mi retiro voluntario.
El cromatismo majestuoso de los atardeceres canarios, alguna copa de malvasía y una desengrasante ficción titulada «La Conspiración de Stargate: La verdad sobre la vida extraterrestre y los misterios del antiguo Egipto», de Lynn Picknett y Clive Prince, era todo lo que necesitaba para desconectar. La vida me ofrecía su cara más amable y yo estaba decidido a devolverle el favor con la misma moneda.
Ya conocía la existencia de los supuestos portales magnéticos, legendarios y científicamente cuestionables accesos a mundos desconocidos. Incluso sabía del interés que la NASA tuvo por ellos durante un tiempo, hasta es posible que sigan destinando recursos a la exploración de ese improbable atajo; la curiosidad de los americanos, a pesar de sus muchos fracasos, también ha dado al mundo algún que otro premio Nobel.
El templo de Osiris en Abydos, Stonehenge en Amesbury, la puerta de los dioses en Hayu Marca, los vórtices de Sedona, la Puerta del Sol en Tiahuanaco, el lago Titicaca… el historial de mi buscador de Internet solo se nutría de registros inspirados en esos lugares mágicos. Era mi año sabático, quería desenchufarme de la realidad científica y estaba en mi derecho de aliviar el estrés, jugando un poco con la cosmogonía. Y eso está muy bien, como propuesta de ocio, hasta que a la cosmogonía le da por tocarte las pelotas.
En los últimos años, mi vida social se había visto reducida al flirteo diario con la descomposición de los neutrones, el momento dipolar eléctrico y el intento de comprender por qué el universo contiene materia, pero casi nada de antimateria. De manera que no tenía amigos y ningún ser mortal, a excepción de Leah, quería saber de mí, a qué me dedicaba o en qué parte del mundo planchaba la oreja. Así que me pareció un poco sorprendente cuando comenzaron a llegar aquellos correos.
El primero lo recibí a principios de abril. Hasta entonces únicamente habían llegado a mi buzón algunas notificaciones de pago, un par de saludos de Leah y los típicos y aborrecibles mensajes basura; pero este era distinto y llamó mi atención:
De Viracocha <kayros2222@heraclito.crds>
Asunto La respuesta
A kelvinrosse78@cern.gov
CC
29.21462736964856, -13.45053911465261
No hace falta ser experto en criptografía para entender que estaba ante las coordenadas de algún emplazamiento, un punto concreto en el espacio, hacia el que «kayros2222@heraclito.crds» quería dirigir mi atención. ¿Pero quién o qué era el remitente de ese mensaje? Limpié la bandeja de entrada, hice que se vaciara la papelera y, al abrigo de cualquier inquietud, volví a recuperar mi dolce far niente conejero.
Durante las dos semanas siguientes, y a pesar de haberlo etiquetado como spam, el recado se repitió diariamente de manera machacona, agresiva, y aunque terminaba invariablemente en la papelera, la evidencia de su significado, como una flecha señalando un punto en el mapa, que intuía cercano, terminó por activar mi curiosidad. Google Maps hizo el resto.
Poco más de un kilómetro desde el porche de mi casa. Dos minutos por la LZ-203 le costó al Golf llegar a aquella especie de paridera semi derruida, que se ubicaba en el punto exacto marcado por las enigmáticas coordenadas. Ningún signo de actividad humana, ni una puñetera valla publicitaria, nada que justificara la insistencia reiterativa del mensaje. Aparqué el coche en un camino rural, que corría junto al parapeto de piedra volcánica, que rodeaba aquellas ruinas, y decidí investigar un poco.
El sitio estaba abandonado, eso era evidente. Una vieja puerta de madera se mantenía encajada al marco de piedra, en un vano intento por seguir pareciendo útil, ya que parte de la pared trasera de la casa se había venido abajo y, por consiguiente, cualquiera podía entrar y salir de allí a su antojo.
Con la máxima cautela, eché un vistazo dentro. La parte más cercana al derrumbe, al recibir la luz del exterior, se mostraba con claridad, aunque salvo escombros y suciedad, nada interesante aportaba a mi búsqueda. Sin embargo, al fondo de la construcción, lo que tenía pinta de haber sido una cuadra para el ganado, permanecía casi en total oscuridad, salvo por algunos rayos de sol, que se colaban por las grietas de la techumbre y permitían adivinar el contorno de unas formas raras, alguna incluso con aspecto humanoide, pero difícilmente identificables desde la distancia y no estaba dispuesto a aventurarme más allá, porque la precariedad del conjunto, no animaban en absoluto a continuar la exploración.
La curiosidad mató al gato, me dije, y ya estaba iniciando el regreso al coche, cuando una voz grave, con un marcado acento francés, que procedía del interior de la casa, me detuvo en seco.
–Monsieur Kelvin Rosse, supongo –más que una pregunta era una afirmación.
Volví sobre mis pasos e incluso avancé, prudentemente, unos pocos metros dentro de la casa, tratando de identificar al dueño de aquella voz tan particular. ¿Quién podía saber mi nombre en aquella isla? ¿A qué obedecía la intrigante liturgia de los correos electrónicos? ¿Qué respuestas me iba a ofrecer kayros2222 y, sobre todo, a qué preguntas?
–Oui monsieur, vous avez les questions et nous avons les réponses. Je suis Kayros.
El personaje que se hizo visible, dando unos pasos hacia la zona iluminada, resultó ser un gigantón de unos dos metros, espaldas anchas, pecho poderoso y los brazos hercúleos de un atleta de alta competición. Vestía una especie de jubón de color rojo, ceñido a la cintura mediante una correa ancha de cuero marrón. Unas calzas negras, sobre medias blancas y zapatos negros de suela baja, completaban un curioso vestuario, que parecía de carnaval.
–Mais quelle inconvenance! –reanudó aquel extravagante sujeto, su monólogo– he sido muy desconsiderado, monsieur Rosses, y le pido disculpas. Sé que tiene usted conocimientos muy avanzados de mi idioma, pero quizás le resulte más cómodo que continuemos nuestra conversación en el suyo.
–No voy a ocultarle mi perplejidad por lo que está ocurriendo –contesté– y sí, me sentiré más arropado, como usted sugiere, porque mi francés no es precisamente bueno.
–Bien, empecemos, pues –respondió Kayros–, no dilatemos más la espera.
–En unos meses, en su laboratorio de Oak Ridge, se va a disparar a través de un túnel de 15 metros un haz de neutrones que tendrán que atravesar un potente imán para llegar hasta una pared impenetrable. Al otro lado de la misma se instalará un detector de neutrones que, en condiciones normales, no debería detectar nada. Pero, si, por el contrario, detecta neutrones, esto querrá decir que habrán atravesado la pared oscilando en un mundo espejo, lo cual sería la primera prueba en la historia de la existencia de una dimensión paralela. ¿Me equivoco?
Por toda respuesta no pude más que mover la cabeza de derecha a izquierda, porque lo había clavado.
–De acuerdo, monsieur Rosses, le anticipo a usted el resultado: habrá neutrones al otro lado y ustedes podrán demostrar la existencia de mundos espejo y dimensiones paralelas –concluyó con una sonrisa triunfante–. Sin embargo, ¿cuántos años y experimentos más serán necesarios para que sus estudios alcancen un nivel tecnológico, con posibilidad de ser utilizado por el ser humano?
–Cientos, quizás –aventuré a responder.
–Efectivamente, monsieur Rosses, así es, cientos. Pero yo le propongo un trato enriquecedor para ambos.
–Nuestra organización, nuestra cultura, si usted quiere llamarlo así –continuó–, posee esa tecnología. Yo mismo, como usted habrá supuesto por mi vestimenta, provengo de una de esas dimensiones para ustedes desconocidas. Puedo viajar en el tiempo y en el espacio, Tenemos las claves para resolver el acertijo y, lo que es más interesante, estamos en disposición de compartirlo con ustedes; mejor dicho, con usted, monsieur Rosses.
Antes de que yo pudiera argumentar nada al discurso que acababa de soltarme ese charlatán de feria –a estas alturas estaba convencido de que eso es lo que era aquel gigantón disfrazado de cortesano versallesco–, el fulano sacó de uno de sus bolsillos una especie de amuleto, un camafeo engarzado en un aro dorado, sujeto a una gruesa cadena del mismo metal, y extendiendo su mano me lo ofreció.
–Es usted científico, monsieur, no puedo esperar que me crea así, sin más, por pura fe. Por eso le propongo un juego.
Había llegado hasta allí, el tipo no parecía peligroso, tenía todo el tiempo del mundo para perder y, por qué no decirlo, la situación comenzaba a resultarme divertida; de manera que acepté la posibilidad con una sonrisa.
–Esta joya que le ofrezco tiene una hermana, que hoy luce sobre mi pecho.
Cuando dijo esto observé que, en efecto, otro medallón idéntico colgaba de su cuello.
–Son algo más que un bonito adorno –prosiguió, mientras él mismo colgaba del mío aquella especie de talismán–, pertenecen a una generación de dispositivos de tecnología avanzada, que ustedes tardarán siglos en conseguir, y permiten abrir puertas a otras dimensiones, otros mundos. Son la llave del multiverso y pueden transportarlo, monsieur Rosses, al tiempo y al espacio que usted decida.
Kayros apretó su colgante con la mano derecha y todo comenzó a girar a nuestro alrededor a una velocidad cada vez más alta, vertiginosa. Se desdibujó el paisaje y nos vimos envueltos en un torbellino huracanado, que barrió las ruinas, los árboles, el Golf, pero manteniéndonos totalmente a salvo a los dos en su vórtice, sin sufrir el menor rasguño, ni tan siquiera un soplo de viento nos rozaba la cara.
Pronto cesó aquel fenómeno. El mundo dejó de girar, el entorno se estabilizó y, estupefacto, me encontré en mi despacho de la planta cuarta del Laboratorio Nacional de Oak Ridge de Tenesee, contemplando a través de la cristalera el ir y venir de mis compañeros del Departamento de Física de Partículas, que a su vez me miraban extrañados, porque mi presencia allí, en ese momento, no estaba ni remotamente prevista.
–Y bien, monsieur Rosses, ¿qué puntuación le daría usted al experimento?
La voz profunda de Kayros me sacó de la catatonia en que me encontraba. La situación me tenía superado. Lo que acababa de suceder no tenía explicación científica alguna. Las preguntas se agolpaban en mi cabeza, pero era incapaz, todavía, de articular palabra.
–Creo que será mejor que volvamos a la isla, monsieur Rosses –observó el francés–, pronto se va a llenar este despacho de científicos peligrosamente curiosos y eso no es lo que más nos conviene a ambos, en estos momentos.
Y diciendo esto, a la vez que apretaba de nuevo el amuleto, volvió a producirse la misma reacción de minutos antes, el mismo vértigo enloquecido e idéntico resultado. Como si no nos hubiéramos movido del sitio, allí estaban las ruinas, el muro de piedra volcánica, el camino rural y mi Golf de alquiler.
–Monsieur Rosses, ha disfrutado usted de una experiencia real, única, fruto de una sabiduría heredada de civilizaciones hace tiempo olvidadas, pero que la ignorancia y las supersticiones de nuestra reciente historia, hicieron que se perdiera hace miles de años.
–Hoy puede usted –me tentó Kayros–, recuperar estos conocimientos; yo se los ofrezco, a cambio de un servicio, que para mí es vital, pero que a usted no debería costarle excesivo esfuerzo.
Mi cerebro funcionaba más allá del límite de sus posibilidades; la razón me aconsejaba tener prudencia, no tenía elementos de juicio suficientes como para ponerme en manos de aquel extraño sujeto y menos aún de sus inexplicables prácticas, era definitivamente peligroso. Sin embargo, lo que acabábamos de vivir, salvo que hubiera sido producto de alguna extraña alucinación, era tan portentoso, que desvelar el secreto de una ciencia tan avanzada, justificaba sobradamente cualquier riesgo que pudiera correrse.
–¿Cuál es su propuesta, señor Kayros? –me sorprendí al escuchar mi propia voz. La decisión estaba tomada y no había marcha atrás.
–Très bien mon ami. Je vous assure que vous ne le regretterez pas.
–Va usted a viajar en el tiempo, concretamente al 21 de enero de 1793; a mi país, Francia, en plena revolución; una época sorprendente, de la que va a ser testigo en primera persona –los ojos de aquel hombre expresaban auténtica exaltación, lucían con un brillo especial.
–Allí le estarán esperando, no debe usted preocuparse –continuó–, y le harán una revelación, cuyo conocimiento es absolutamente transcendental para mí. Cuando tenga esa información, solo deberá apretar el amuleto en su mano derecha, yo estaré haciendo lo mismo con el mío, están conectados, y este lo guiará de nuevo hasta aquí.
–¿Cuándo tendré acceso a esa ciencia y sus avances tecnológicos? –quise asegurarme antes de cerrar el compromiso.
–Durante el viaje, tanto de ida como de vuelta, será uste instruido por infusión. No monsieur Rosses –aclaró Kayros ante mi gesto de incredulidad–, no hay en el proceso intervención divina de ningún tipo, se lo puedo asegurar. Cuando usted vuelva a este lugar, esa sabiduría le habrá sido revelada y tendrá usted el reconocimiento de toda la comunidad científica. ¿Alguna pregunta más? –concluyó.
Eran tantas que no tenía forma de establecer un criterio para formularlas, así que negué con la cabeza.
–Mon cher ami –me estrechó entre sus fornidos brazos a la vez que me estampaba un par de besos en ambas mejillas–, siempre estaré en deuda con usted. Å bientôt et bon voyage.
Como ya conocía el protocolo, el torbellino que siguió a aquella despedida no me pilló por sorpresa, solamente hubo algo distinto con respecto a la primera vez, y es que durante el breve viaje de ida –no tengo idea de cómo ocurrió–, mis ropas modernas, fueron cambiadas por otras, similares a las que lucía Kayros.
Aparecí en una especie de celda no demasiado bien iluminada, donde me esperaba un caballero de pelo cano, que se presentó como Jean-Baptiste Cléry, pero que no parecía estar al corriente de la misión que me había llevado hasta aquella mazmorra.
Pasó el tiempo, sin que nadie más diera señales de vida y, la verdad, comencé a impacientarme; incluso sentí un conato de alarma. Pero entonces se abrió la puerta e hizo su entrada un militar, que luego supe se llamaba Antoine Joseph Santerre y ostentaba el cargo de comandante de la guardia.
–Je suis un ami de M. Kayros –le dije en su idioma–, il attend de vous que vous me confiiez une révélation vitale –puso cara de asombro–, la durée de vie des neutrons; théorie des cordes, mondes miroirs.
–¡Por los clavos de Cristo –exploté en mi idioma nativo–, es que nadie sabe de qué va esto!
Con un encogimiento de hombros abandonó la estancia. Escuché como daba algunas órdenes y hubo un gran movimiento de gente y ruido de sables. Me encogí sobre el camastro, apreté desesperadamente el amuleto, sin resultado alguno y, por primera vez en mi vida, le recé a un Dios, al que nunca había dado credibilidad. Sigo esperando.
–¡Dejarnette, Germond, Menard! –el comandante de la guardia de la prisión del Temple comenzó a impartir órdenes a sus hombres–, que se prepare el carruaje, es la hora y el Capeto ha enloquecido; pregunta por no sé que revelación extraña, habla de unos duendes que llama neutrones, de cuerdas, grandes espejos, entelequias absurdas y todo lo mezcla con una diabólica jerigonza, parecida a la lengua que hablan los ingleses. La cercanía de la guillotina, produce efectos insospechados hasta en las testas coronadas.
–¡Allez, les tambours régimentaires sonnent déjà! ¡La fin du roi est venue!
Un nuevo personaje apareció de las sombras, entre las ruinas. Vestía las ropas de Kelvin Rosses y era muy parecido físicamente.
–La operación ha concluido con éxito, sire –le participó Kayros al recién llegado, con una respetuosa inclinación de cabeza–, descansará vuestra alteza unos días en esta isla y, cuando dispongáis, empezaremos a buscar alternativas a la actual situación.
–¿Qué se sabe de María Antonieta? –se interesó el monarca.
–Sigue en el Temple, sire, pero estamos trabajando en solucionar el problema, de la misma forma que con su majestad. Puedo anticiparle, que ya hemos iniciado maniobras de acercamiento con una mujer especializada en física teórica, la doctora Verenice Stockmann, de la universidad de Munich, que ha hecho grandes avances relacionados con la supersimetría y la antimateria. Nuestros contactos en Alemania aseguran estar en el buen camino.
–Très bien, je suis sûr que vous réussirez, mon cher ami. Très sûr.
Comenzaba a caer la tarde. El ocaso del sol teñía de sangre la línea del horizonte. un Kayros circunspecto, a los mandos de un Volkswagen Gol de alquiler, enfiló la LZ-203 en dirección a Orzola; a su lado, de copiloto, un curioso rey sin corona acariciaba las sugerentes texturas, que este nuevo mundo, recién estrenado, le ofrecía.