Sí, yo he visto un fantasma, unos cuantos, en realidad; de la más diversa forma, en diferentes ocasiones y lugares. No es tan complicado. No, no me hagas la broma tonta de que los hay a patadas, de carne y hueso, andando por la calle. Todos somos esa clase de fantasma, o lo hemos sido en alguna que otra ocasión. Yo te hablo de fantasmas de verdad, de los que pueden hacer cosas excepcionales, como atravesar paredes sólidas, levitar, aparecer y desaparecer a su antojo… A esos me refiero.
¿Que si tengo poderes paranormales? Por favor, no te burles. Soy un tipo corriente, como tú, como cualquiera. Nadie tiene privilegios especiales para establecer contacto con el más allá. Eso sí es un fraude, palabrería hueca para engañar incautos. Pero los fantasmas, espectros, espíritus, como quieras llamarlos, están aquí, junto a nosotros, conmigo, a mi lado, en este momento, mientras escribo esto que ahora lees. Claro que no puedo verlos, eso es algo que no ocurre siempre. Pero te aseguro que uno, o quizás varios, están ahora mismo observándome, en silencio, asomados a la pantalla del portátil, para enterarse de lo que te estoy contando.
Por supuesto; también tienes otro sentado junto a ti en el sofá, quizás leyendo esto por encima de tu hombro, incluso puede que media docena; observándote, merodeando por la habitación, haciendo inventario de tu biblioteca o crítica de tu estilismo. No los ves, pero están ahí. De vez en cuando, sin saber cómo ni por qué, uno se materializa en tus narices. Se diría que puedes tocarlo y muchas veces ni te das cuenta de que es un fantasma.
Puede ser ese tipo raro, con pinta de estar desubicado, que te sonríe desde la otra acera, o la ancianita, que parece salida de un cuento del XIX, ensimismada ante un cuadro de Sorolla, en el museo del Prado, o ese hipster, barbudo y con tirantes, que jurarías no estaba, cuando entraste en el ascensor. Los niños sí pueden verlos, tienen ese don. Tú ya no lo recuerdas, pero también lo hacías. Estaban al fondo de aquel largo y oscuro pasillo, que llevaba a tu habitación, se escondían en el armario, debajo de tu cama. Por la noche eran esas sombras amenazantes, que arañaban los cristales de la ventana, hasta llevar el terror a tu corazón. Luego, al hacerte grande, te abandonó esa gracia.
Pero están ahí, créeme, a tu lado, invadiendo tu espacio, compartiendo tu vida, entrando y saliendo de tu casa a su antojo, sin que lo sepas. Y los de la noche, siguen siendo los más perversos. Sí, exacto, a esa desagradable sensación me refiero —sabía que tú también has pasado por ello—, que te hace despertar, espantado, sintiendo un peso tremendo, que te impide el movimiento, o una garra que aprieta con fuerza tu pierna, tu brazo, tus nalgas, tu cabeza.
Ya estás de nuevo tomándolo a broma. No, sabes que no es precisamente a eso a lo que me refiero y que tu compañero, o compañera —perdona, pero no sé si eres chica o chico, ni tus preferencias en la materia—, no tienen nada que ver. Pero por mucho que intentes ahora quitarle seriedad… ¡A que acojona!
Los físicos argumentan, que la quinta dimensión es más pequeña que un átomo —todas las dimensiones de nuestro universo lo serían, en realidad—, por lo que no podemos observarlas a simple vista, ni tenemos la tecnología, que nos permita hacerlo en un laboratorio. Pero algunos apuestan por el gravitón, que es una partícula elemental transmisora de la interacción gravitatoria en la mayoría de los modelos de gravedad cuántica. De existir, podría ser la puerta de acceso a todas las dimensiones del universo. Curioso, ¿verdad? Quién te dice a ti, que algún día, el gravitón sirva, igualmente, para abrirnos los ojos a este mundo fantástico de universos paralelos, que la ciencia lleva tiempo tomándose en serio.
Yo he visto fantasmas, sí, lo reivindico. La mayoría inofensivos, buena gente, incapaces de hacer daño a una mosca. Pero también los hay odiosos, perversos y con mala leche, que se materializan a los pies de tu cama, como dos espeluznantes monjecillos encapuchados, silenciosos e inmóviles, cuya visión te obliga a buscar refugio bajo el frágil sagrado de las sábanas. O el no menos conocido «hombre del sombrero», esa tétrica sombra, que ataviada con abrigo negro y sombrero de ala ancha, del mismo color, parece mirarte con insana curiosidad, allí, al borde mismo de tu lecho.
Que en tu cuarto no hay monjes encapuchados, ni tipos raros e indiscretos con sombrero. Bueno, si tú lo dices… Pero esta noche, antes de apagar la luz, hazme un favor: mira dentro del armario, detrás de la puerta, debajo de la cama y pon una ristra de ajos encima del cabecero. Para los vampiros funciona, igual también sirve para los fantasmas con mala uva. No, no te lo puedo garantizar. Qué quieres, yo llego hasta donde llego.