Decir que la Puerta del Sol se despierta con las primeras luces del alba, es una metáfora tramposa —si es que hay alguna que no lo sea—, porque la Puerta del Sol nunca duerme. Pero el trile es una seña identitaria del entorno urbanita en que vive la plaza y eso convierte en creíble la figura retórica.
La Mariblanca hace la esquina en la calle Arenal. Como casi todo en esta ciudad, no es la auténtica escultura de Venus que en 1630 coronaba la fuente de las Arpías, solo una copia más barata, pero da el pego y como la gente pasa del tema y no hace preguntas, a la corporación municipal se la suda.
—¡Eh, tú, la nueva! ¿Cómo te llamas? Yo soy Gala y llevo aquí, esperando destino, un montón de tiempo. Mola mucho ese color que te han puesto; aunque digan que el rosa pálido ya no se lleva, chica, lo que es a mí, seré muy clásica, pero me fascina. Vale que el blanco combina con todo, pero si estamos a eso, yo prefiero el negro, que es más elegante, donde va a parar, y muy sufrido para las manchas. Pero oye, que me enrollo. Tengo ese defecto, lo reconozco, no sé callar. Es que he llevado una vida muy solitaria, demasiados años sin hablar con nadie y ahora, claro, es superior a mí, no paro.
A todo el mundo le sorprendió aquel letrero en la pared. Nadie tuvo claro el mensaje. Era absurdo. No tenía sentido. Y menos allí, sobre aquel muro renegrido y salitroso, agrietado despojo de un derrumbe antiguo; una tapia molesta e inservible, que no protegía nada.
Muchos pensaron que era una broma macabra, de mal gusto, sin gracia, pero encogiéndose de hombros pasaron de largo sin hacer caso. Un día, alguien, sintiéndose molesto, lo arrancó dejando el vestigio triste de algunos jirones de papel desgarrado. Pero a la mañana siguiente, el letrero volvió, tozudo, al mismo lugar. Y ocurrió lo mismo cuando otros lo intentaron de nuevo unas cuantas veces más. Así que pasar por delante del cartel se hizo cotidiano, la gente acabó por acostumbrarse a verlo y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.
—¡Churri, anda, tráeme una cervecita, please!
Vocifera Alberto en dirección a la cocina, donde se escucha trastear a Nines. Ella coge una lata de Mahou del frigorífico, camina hasta el salón, se la alcanza a su marido y, tras pensarlo unos segundos, toma asiento en el sofá junto a él.
—¿Cómo van? —pregunta, por decir algo.
—Acaba de empezar, cariño —responde Alberto, a la vez que, sin apartar los ojos de la pantalla, palmea la rodilla de su mujer.
—Podríamos salir a dar una vuelta, hace muy buena tarde y apetece pasear un rato, no sé, charlar, sentarnos en una terraza, tomar algo… —propone ella sin demasiada convicción.
—¡¿No me jodas, y tiene que ser hoy?! —protesta Alberto.
«La promiscuidad es algo que los humanos comparten con la inmensa mayoría de animales que pueblan la Tierra. Apenas una docena de especies, de entre millones, son monógamas: tórtolas, pingüinos, cisnes…, conforman la excepción a una regla universal».
—Cariño, ya estoy en casa —anuncia Pablo nada más cerrar la puerta, mientras deja las llaves en una bandejita de cuero sobre el recibidor de la entrada.
Marisa aparta la vista del televisor, baja el volumen y alza una mano a modo de saludo.
—Hola, mi amor. ¿Cansado?
«Te dije azul, Antoñito, azul, príncipe azul, coño, y este es más negro que las gónadas de un grillo». Recuerdo ese día como si fuera hoy, pobre Antoñito, qué bronca se llevó.
Tenéis que entenderme, ser el padre de la Bella Durmiente no resulta fácil, es para vivirlo, que visto así, desde fuera, todo parece muy bonito, pero tener a la niña tumbada en el sofá, todo el día sobando y sin dar palo al agua… Vale que es un hechizo, que le puede pasar a cualquiera y tal y cuál, pero son muchos años así, oye, en mi pellejo os querría ver. Pone de los nervios al más templado.
¡Ay, Agustín, cariño, qué razón tenía tu madre! Os tenga Dios en su gloria.
A ver, tú sabes que nos teníamos atravesadas la una a la otra, cosas de familia, pero eso no quita, oye, para admitir que la mujer estaba en lo cierto con lo del algodón, por más que lo llevara yo mal por aquel entonces: «Angelines aquí hay lardo», decía la hijaputa mientras pasaba el trocito de guata por el baldosín de la cocina sacándome los colores.
Se me revolvían los adentros, mi vida, lo sabes, y nos costó a los dos estar de morros más de una vez, aunque acabáramos haciendo las paces —tú más que yo, todo hay que decirlo—, en el catre.
Ay, señor, que se nos fue,
el duque de los Zarcillos.
Qué dice vuesa merced.
Un hombre como un castillo.
Pues sí, de una apoplejía.
Dios mío, quién lo diría.
«Es la tercera vez que pasamos por aquí, no me cabe ninguna duda, esa roca no se parece a ninguna otra: un enano cagando; ¡por Dios!, si es que esas…
«Las tres erres: Recolocarse. Reposicionarse. Readadptarse». Oye, como un mantra, no repite otra cosa, el jodido gaucho este. Mendicutti, lo llaman, Leonel Mendicutti. ¿Qué carajo pasa con los argentinos?, antes…