A media mañana El Relicario pasa por un valle productivo. Las chicas, que tras dejar a los críos en el colegio se han relajado con sus tertulias de cruasán y café con leche, ahora andan cada una a lo suyo, ajustándose los michelines con la faja de diario; los currelas del entorno, remolones, ya están en sus respectivas rutinas y solo queda operativo algún jubilado leyendo la prensa.
Un óleo de Sara Montiel tamaño king gsize es el litúrgico icono con el que uno se da de morros al entrar en el bar. A derecha e izquierda de la diosa manchega, sendas hornacinas proporcionan cobijo a una celestial Virgen del Rocío y un votivo San Sebastián clavado de flechas, y la mística LGTB se hace fuerte en las paredes, salpicándolas con fotografías de Mónica Naranjo, Almodóvar, Boris Izaguirre, Judy Garland, Marlene Dietrich, Rock Hudson y un abigarrado elenco de beatos mártires, vinculados a ese «mundo raro» que canta el bolero. No queda, pues, lugar para la duda en cuanto a la orientación sexual del negocio.
El garito tiene algo de bipolar, porque durante buena parte del día es ordinario, aburrido y hasta un poco tristón, pero llega un momento en que algo se rompe y comienza a prepararse para el orgasmo colectivo nocturno. Ocurre muy entrada la tarde, cuando cierran las tiendas, la tribu se afloja la cinturilla del pantalón y busca la complicidad de un buen sitio, para empezar la noche con el pie que mejor calce las exigencias de la entrepierna. Entonces, El Relicario se sacude la modorra.
Pero todavía falta un rato largo para el vermú y ahora solo hay en el local un camarero tras la barra, el jubilado que lee el periódico, supervisando las necrológicas, y un tipo oscuro con pintas de funcionario.
Parece nervioso: no para de mover las piernas de manera compulsiva; centrifuga su café con la cucharilla y no aparta la vista de la puerta, como si estuviera esperando la llegada de alguien. Tiene calor, le molesta la americana y se afloja el nudo de la corbata, roja, de seda, a juego con el azul marino del traje. Comprueba la hora cada poco tiempo —el reloj es de los caros—, y entretiene su ansiedad jugando con la gruesa alianza que luce en su mano izquierda. Le brilla la calva. Toma un sorbo de café y un resto de crema, le afea el mostacho durante un segundo, el tiempo que tarda en repasarse los labios con la lengua. Encima de la mesa hay un sobre de color marrón, tamaño folio, que el individuo toca de vez en cuando, para asegurarse de que sigue ahí.
Se abre la puerta del bar. Los bufidos de un autobús —la línea 52 para en la misma puerta—, se imponen sobre la molesta algarabía del tráfico ciudadano que precede a la entrada de Hilario Suances, secretario personal de la marquesa de Jarandilla. El tipo oscuro que tiene pinta de funcionario le hace gestos con la mano llamando su atención.
—Buenos días. Bonifacio —Suances se acerca a la mesa, saluda y se sienta.
El tipo oscuro— que se apellida Escrivá y no solo tiene pinta funcionario, sino que lo es y de alto nivel—, sin responder a la cortesía, empuja el sobre hacia Hilario, que lo atrapa poniendo la mano encima.
»¿Ya ha llegado la información a la ínsula? —el camarero sale de la nada y se coloca frente a ellos—. Un cortado corto con sacarina, por favor —es la respuesta a la pregunta silenciosa, que esconde su mirada.
—Seguramente sí; mi topo tenía que boicotear la señal de Internet, aunque tengo la impresión de que no lo ha hecho. Su móvil está apagado o fuera de cobertura y no puedo contactar con él, así que me queda la duda.
La llegada del cortado impone un silencio molesto, que se prolonga mientras Hilario diluye la sacarina en el café y se acaricia la barba, pensativo.
—¿Para qué les has jodido la conexión a Internet? Siguen enganchados al mundo a través de los móviles, no le veo mucho sentido.
El otro se remueve, incómodo, en la silla, su lenguaje corporal indica que le molesta la pregunta.
—Yo qué sé, Hilario, quizás fue una tontería, lo admito, pero intentaba ganar espacio, es vital que vayamos siempre un paso por delante para tener tiempo de implementar un plan «B», si fuera necesario. Para ti tal vez sea más llevadero; tu posición es diferente a la mía, te mueven otros intereses, pero yo estoy de los nervios, y sin tener noticias de nuestro informador andamos a ciegas. Qué quieres, no me llega la camisa al cuerpo, ¡joder!
Hilario guarda silencio. Parece absorto en la contemplación de su café. Se lleva la taza a los labios y da un pequeño sorbo.
—Ciertamente no es tranquilizador. La verdad es que todo ha salido mejor de lo esperado —al secretario de la marquesa también le queda un rastro de crema en el bigote, pero a diferencia del tipo oscuro que es funcionario y se apellida Escrivá, no usa la lengua para limpiárselo y utiliza una servilleta de papel—, pero hasta que no pasa el último cura no termina la procesión, Bonifacio. Mantengamos alta la guardia, si hoy no consigues hablar con tu hombre en la isla, habrá que buscar la manera de llevar allí alguien de confianza.
La idea no parece entusiasmar a Escrivá, que cabecea negando tozudo; ajusta de nuevo el nudo de su corbata, deja las gafas encima de la mesa y se masajea los ojos con las palmas de las manos para aliviarlos de la tensión.
—Mira, Hilario, estoy metido hasta el cuello en este asunto, corriendo un riesgo que no sé si merece la pena. Lo menos malo que puede pasarme, de salir a la luz, es que se termine mi carrera política. El muerto no entraba en mi ecuación, pero ahí está, poniendo las cosas difíciles. No quiero ensuciarme más, ya estoy de barro hasta las orejas y poner otro infiltrado en la isla sería demasiado riesgo, casi imposible, a día de hoy.
—Te comprendo y tienes razón, pero no podemos dejar que esto se nos vaya de las manos —señala, Hilario, el sobre que sigue encima de la mesa—. ¿Lo has leído?
—No, eso quema y en asuntos así, saber mucho no es lo más inteligente. Solo sé que confirma el envenenamiento; del resto te ocupas tú.
Los dos hombres se sumergen en un silencio reflexivo. Un ruidoso grupito de seis o siete adolescentes entró en el bar dando voces y haciendo bromas; debían ser alumnos de algún colegio cercano en su hora de recreo. El jubilado, que una vez finalizada la cosecha de esquelas se entretenía desbrozando el crucigrama, les lanzó una mirada criminal por encima de las gafas, un malabarismo visual que no le resultó complicado porque las llevaba cabalgando sobre la punta de la nariz.
—Me preocupa saber qué grupo está al mando de la investigación —rompió Hilario el silencio—; pese a las precauciones que hemos tomado, si son lo suficientemente listos podrían causar problemas.
—Algo sé, no mucho, porque pertenecen a personal destinado en la cabeza de comarca —Bonifacio se pellizca, nervioso, el mentón mientras responde—. El comisario se llama Montesinos, pero quien lleva la investigación sobre el terreno es un tal Inocencio Azagra: resabiado, con muchos años de servicio a la espalda y ninguna gana de complicarse la vida, un caimán, como se dice en el argot policial, que hace todo lo posible por llegar de una pieza a la jubilación. De ayudante lleva a un guardia joven, Quintanilla, con poca experiencia. Por esa parte no sopla mal el viento.
La cuadrilla de chavales tiene que volver a clase y se marchan envueltos en la misma bulla que traían al entrar. Hilario sonríe al ver cómo el jubilado les dedica una resentida peineta.
—Fíate de la Virgen y te darán por el culo los santos, Bonifacio. Trata de contactar con tu hombre en la isla; si no lo consigues hay que poner allí alguien de confianza inmediatamente, cueste lo que cueste. No tenemos otra opción; en caso de que ese policía encuentre un hilo del que tirar, lo hará, por muy caimán que sea, y no estamos seguros de que no dé con algún rastro de miguitas de pan que nos comprometa —apura el café, se levanta de la mesa y coge el sobre.
Escrivá lo imita. Su gesto sombrío refleja una honda preocupación. Saca el móvil De un bolsillo interior de la americana; marca un número y queda a la escucha. Tras unos segundos, niega con la cabeza y vuelve a guardarlo.
—Desconectado o fuera de cobertura —confirma—. Vale, Hilario, tienes razón, veré cómo me las apaño, pero no va a ser fácil. Me estoy jugando demasiado y lo sabes. Las reglas del juego han cambiado. La prima de riesgo es muy alta. Di a la marquesa que tal vez debamos reconsiderar las condiciones económicas de la operación.
Los dos hombres se mantienen la mirada sin hablar. Los ojos de Bonifacio son duros, fríos, opacos, de jugador de póquer; los de Hilario tienen un extraño brillo difícil de interpretar.
—Quieres exprimir la vaca, ya veo. Eso no es de caballeros, Escrivá, y a Jimena no le va a gustar. Ten cuidado con ella, compañero, si la enfadas lo suficiente es posible que tu carrera política no sea lo único que esté en peligro.
Una mueca, que quiere parecer sonrisa, tuerce los labios del funcionario, inspira profundamente y suelta el aire, con fuerza, por la nariz.
—Tú háblalo con ella y me dices; pero tened en cuenta que no soy tan imbécil como creéis, he tomado mis medidas, si caigo o me ocurre una desgracia, todo saldrá a la luz. Me os llevo por delante, amigo. En fin, tranquilo, no te preocupes, de alguna manera tendrás un espía en la isla, yo me ocupo. Paga tú esto, que no llevo suelto —se despide con una palmada en el hombro de Suances y va hacia la salida.
El secretario de la marquesa de Jarandilla deja un billete de cinco euros en la mesa y se gira hacia la puerta, justo a tiempo de verla cerrarse tras la espalda de Bonifacio Escrivá. Lentamente, sin prisa, con parsimonia, sigue sus pasos, mientras retumban en su cabeza como un mantra, las palabras que ella le susurró al oído, una tarde inolvidable, en las caballerizas de la finca, un segundo antes de aquel primer beso que selló su destino: «¿Serías capaz de matar por mí?».
To be continued (o no)